martes, 27 de junio de 2017

El Dia Que Lloró La Muerte

Es una creencia popular, que la muerte se encuentra presente como una nube oscura e invisible, sobre el lecho de la persona que está a punto de expirar, y creo que podríamos afirmar que esto es totalmente cierto.
También, nuestro temor a llegar al final de la vida corporal, (ya que el alma es inmortal), nos hace asociar la muerte con algo malo.
Hay que aclarar que la muerte existe, no como figura, sino como persona. Ella es un alma a la cual le ha tocado como trabajo enseñarnos el camino cuando dejamos nuestros cuerpos, pero no por eso es mala.
Creo que nosotros nos sentimos muy seguros encerrados dentro de nuestros cuerpos de carne y hueso, y es el temor a salir, a vagar libres lo que tenemos, y no a la muerte propiamente dicha.

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Darío tenía una familia, dos hijas preciosas; Natalia de cuatro años y Nadia de dos. Tenía una esposa, Carolina, que lo esperaba cada día con la cena lista, con el baño preparado y con una sonrisa siempre viva en los labios. Ella sabía lo que Darío quería, y él sabía lo que ella quería. Entonces, siempre volvía con un ramo de rosas, o con un alfajor Toffi, que a ella tanto le gustaban, o simplemente le traía una tarjeta en blanco, con un TE AMO escrito burda, pero sinceramente.
Darío trabajaba en una fabrica de cacerolas, (metalurgia, solía repetir), desde hacía ocho años, no pensaba ascender, pero tampoco le interesaba. No tenía estudios, había dejado cuarto grado porque las circunstancias lo obligaron a salir a trabajar, pero tampoco se arrepentía, tenía por bien vivido lo vivido.
Tenía 32 años, y lo único que le importaba era su familia, amaba con devoción a Carolina, y sentía a sus dos hijas como parte de su alma.
Sentía que la vida, a pesar de haberle sido adversa durante sus primeros años, le había devuelto con creces, todo lo que había perdido, y que el cariño que no había recibido de chico, ahora le llegaba a montones a través de su familia.
Lo único que poseía era su pequeña casita en el barrio de Lanús, y su Fiat 1500, que cuidaba mas que a su vida. Era muy feliz con lo poco que tenía, y es mas que normal, ya que no es todo lo que tenemos lo que hace a la felicidad, sino cuanto lo disfrutamos, y él disfrutaba su vida a pleno.
Pero pasó, en el momento en que sucede ésta historia, La Muerte, como siempre, incansable, estaba trabajando. Tenía su ‘‘hoja de ruta’’, y aquel día debía pasar por Caseros, pues sabía que la policía mataría a una delincuente; inmediatamente tenía cita en el hospital de niños, donde un pequeño que había sido abandonado, no resistiría mucho tiempo.
Este trabajo, a La Muerte le gustaba, muchos creerán que esto es morboso, pero es que ellos no saben lo que viene después, y ella sí lo sabía, La Muerte, no mataba, liberaba almas, y esto sí la atraía.
Después de atender estos dos asuntos, debía pasar por Lanús, esto se leía claramente en su ‘‘hoja’’, pero no podía adivinar quien era ‘‘la victima’’, el nombre, se había borrado. Si era la mano del destino, o un simple accidente, no podía averiguarlo, en realidad, no tenía tiempo, inmediatamente después, habría un choque en Mar del Plata que requeriría su presencia.
Aquí se presentó el dilema, se adivinaba que la primera letra era una ‘D’, y la segunda una ‘a’, la tercera era ilegible, y la cuarta una ‘i’, finalmente, la última parecía una ‘o’. No lo pensó mucho tiempo, Darío se dijo, y como no sabía que causa liberaría ese alma, dispuso de su poder.
Darío volvía a su casa en su Fiat 1500, con un ramo de rosas en el asiento del acompañante, nunca supo como, pero sintió una sombra oscura e invisible sobre su cabeza, e inmediatamente su corazón dejó de latir. El Fiat se estrelló contra un árbol, y allí quedó detenido con el cuerpo sin vida en su interior.
Darío no entendía nada, veía desde el aire lo que parecía ser su auto, chocado contra un árbol, con un cuerpo dentro. Miró mas atentamente y le pareció un rostro conocido. Antes de llegar a asociar estas ideas, ante él se presentó una persona de traje negro, con una cruz brillante sobre el pecho.
— ¿Quién sos? — preguntó Darío.
— Yo, soy La Muerte, y ahora he de guiarte hasta tu próxima morada.— respondió con una sonrisa entre los labios.
— Acaso estoy muerto.— reflexionó Darío en voz alta, y se dio cuenta que no se sentía ni atemorizado, ni sorprendido, sin embargo, le pareció correcto exigir una explicación, y así lo hizo.
La Muerte, mostrándole la ‘‘hoja de ruta’’, le explicó:
— Ves, aquí está tu nombre, inclusive tu dirección, Tucumán 1238. —
Darío, con una expresión grave en el rostro, le indicó que su dirección era Tucumán 1258, y que en el 1238, vivía un anciano que padecía cáncer, cuyo nombre era David.
La Muerte, con la duda metida en la cabeza, le indicó que lo siguiera.
— Vamos a hablar con el jefe.— dijo simplemente. Y partieron rápidamente, dejando todo lo demás para otro momento. Ese día no hubo choques en Mar del Plata.
Ante el creador se presentaron, y expusieron el caso.
Claramente se notaba el arañazo que la supuesta ‘o’, tenía a su derecha, como complemento de lo que había sido una ‘d’.
— Yo no puedo devolverte la vida que tenías antes, como compensación por el error de mi obrero, — dijo el SER SUPREMO. — Pero puedo darte una nueva y mejor si es eso lo que deseas.—
— No quiero otra que la misma que ya tenía. — respondió Darío con inquebrantable resolución. — Pero si es imposible hasta para ti, entonces esperaré aquí a mi esposa, hasta que llegue el momento de volver a estar juntos. — dijo con una falsa resignación dibujada en el rostro.
Dio media vuelta, y vio lo que jamás pensara ver, por el rostro pálido de La Muerte, corrían como gotas de rocío, lagrimas brillantes, que al caer se transformaban en preciosas perlas, que abrían surcos en las nubes, a sus pies.
Agachando la cabeza, dijo La Muerte:
— Huye por esos huecos que en las nubes voy dejando, pues esta es la única vez que me arrepiento de haber liberado un alma. He visto el dolor que cause en tu familia, y créeme que me arrepiento, ahora hazme caso, y jamás digas que has visto llorar a La Muerte.—
Darío se escapó por el hueco de la nube.
6:30 hs. de la mañana, sintió el sonido dulce de la voz de Carolina:
— Vamos, mi amor, tenés que ir a la fabrica.—
Se incorporó sonriendo, creyendo que todo lo había soñado, pero junto al reloj despertador, encontró una perla.
Ese día no fue a trabajar, tomó la perla, y la dio a la viuda del anciano David, que esa misma noche, había muerto de cáncer.

HERNAN CERONI 25/06/1998

Salame Y Queso. La Evolución En Retroceso

En una noche que anuncia la llegada del invierno, con la temperatura más baja de lo que debiera para el otoño, el vapor del aliento se entremezclaba con el humo del cigarrillo que escapaba de mi boca.
Estaba contento por ser primer día hábil del mes, lo que abultaba un poco mi escuálida cuenta bancaria. Era de esos días en que puedo darme algún gustito, nada extravagante, pero me permito un alfajor, o una gaseosa en los días de verano.
Sentí, de repente, la punzada del hambre, y las paredes de mi estómago se cerraron como una prensa.
Generalmente espero a llegar a casa para cenar, no es habitual en mi actual estado económico, que gaste dinero en panchos, sándwiches o cualquier especie de tentempié en el camino, pero esta vez noté que las piernas me temblaban, como debilitadas. Tomé la decisión de detenerme a probar algún bocado. No puedo mentir, tampoco me costó tanto decidirme, como sí lo hubiera hecho de haber estado a mitad del mes, también es probable que el temblor y el desfallecimiento de mis extremidades fuera solo psicológico, porque sabía que podía darme ese “lujo”.
Me dirigí entonces, tranquilo y sonriente a una estación de venta de GNC, de esas típicas paradas obligadas de taxistas nocturnos, con un vendedor gordo y barbudo, compinche de todos los habitués del lugar. Era uno de esos antros que sin ser oscuro, (a decir verdad la luz era exagerada), están llenos de miradas nada amigables para con un desconocido. Me sentí inmerso en una vieja película yankee, donde el turista desprevenido se mete sin saber en un restaurante de pueblo chico, donde solo recibe miradas de desprecio, sin ninguna curiosidad, desdeñosas y descaradas.
No soy de amedrentarme fácilmente, así que apoyando la mochila en un lugar vacío de la barra, le pregunté al obeso despachante que tenía para comer.
– Pebetes – me dijo sin siquiera dirigirme la mirada, que estaba pendiente de la rítmica danza de un culo en la TV, mientras los parroquianos se reían por lo bajo.
Del aparato escapó la voz de Tinelli, y comprendí el nivel cultural de los presentes, por lo que no me sentí aludido por las bromas que gastaban aquellos seres.
– Cocido y queso – le espeté de repente con la absoluta seguridad de quien sabe lo que quiere.
Gruño el barbudo y me dirigió una mirada de odio.
– ¿Te lo preparo? – preguntó el muy sinvergüenza.
Pensé que era obvio, que si se lo pedí, debía hacerlo.
Me sentí confundido por el gruñido, no sabiendo si atribuirlo al hecho de que mi impertinencia lo hiciera trabajar, o si solo estaba molesto por tener que salir del hipnotismo en que el culo lo había sumido. Más mi confusión fue mas efímera que la vida de los mortales para los Dioses, porque comprendí con la velocidad de la luz que aquel tunante se tomaría su tiempo para preparar el bocado, dejándome esperando como parte de su venganza por mi intromisión. Incluso juzgue que sería muy capaz de intentar alguna jugarreta, como poner un moco en el sándwich, o quizás un escupitajo. Más no fue eso lo que me hizo cambiar de opinión, sino más bien el hecho de pensar que por culpa de la desidia que pudiera tener, yo perdiera el ómnibus a casa y tuviera luego, que esperar una hora más.
– Dejálo – exclamé – si lo tenés que preparar dejálo –
El grupo de cabezas que estaban absortas en el culo que transmitía el televisor, giró en redondo, todas a un tiempo, como si siguieran una coreografía previamente ensayada, y debo decir en su honor, que de ser así, les había salido a la perfección.
Para mi satisfacción, noté sorpresa en sus miradas, y deduje que ningún “forastero”, jamás se había atrevido a deshacer una orden en aquel recinto diabólico, y esto me causo placer.
Con qué poco se puede sentir satisfecho un hombre.
Sonriendo por mi victoria ante los neanderthales, redoblé la apuesta:
– Dame ese de salame y queso que tenés ahí – le dije mientras señalaba con el dedo una vitrina sobre el mostrador.
Los ojos del diablo disfrazado de tendedero estaban inyectados en sangre.
“La sangre en el ojo” me dije satisfecho.
Noté como resaltaba una vena en su grueso cogote.
Sin demostrar ninguna emoción, (tampoco soy estúpido), saqué mi billetera de la mochila.
– ¿Lo comes acá? – me preguntó con aparente serenidad y un dejo de suspicacia, al tiempo que miraba de reojo a sus coterráneos.
Uno de estos simios, hizo un ruido al sorber de su pocillo de café, estaba clarísimo que mi presencia no era bienvenida, y que si decidía quedarme a cenar ahí, harían que fuera aún más notorio este rechazo.
Negué con la cabeza, aunque lejos estaba de hacerlo por temor a estos tipos, sino que mi imaginación se encontraba ya, en la parada del colectivo.
Y aquí empezó su venganza.
Con la billetera en la mano lo miré inquisitivo. No hubo necesidad de expresar frase alguna, entendió mi mudo interrogante a la perfección.
– Ocho – dijo ocultando su satisfacción.
Uno de los cromañones susurró algo y su vecino inmediato festejó el chiste con una risotada que me hizo pensar en los rudos caballeros nórdicos de las historias.
Sin embargo, reconozco que de haber allí un espejo, hubiera visto como mis ojos se salían de sus orbitas ante tamaña sorpresa, (tamaña por lo desorbitarne del monto, se entiende).
De todas formas el tipo no se inmutó, ni se sintió aludido por mi grito ahogado, se limitó a meter el pebete en una bolsita de papel madera y tenderla frente a mí.
A pesar de mi sorpresa reaccioné y con rencor sordo apoyé un billete de 10$ al lado de mi cena.
Reconocí mi derrota.
Satisfecho, el holgazán, tomo el dinero, y con ademanes suaves y despreocupados, procedió a guardarlo en la caja. Depositó el vuelto ante mí, pero sin mirarme.
Ofuscado, levanté los ojos y vi que sonreía estúpidamente, pero supe que ya se había olvidado de mí cuando noté el hilillo de baba en la comisura de sus labios, otra vez concentraba su simiesca atención en el culo danzante.
– ¿Mayonesa? – pregunté en último esfuerzo por molestarlo. Lo vi mover la cabeza en ademán negativo, aunque sus pupilas no se movieron, obnubiladas como estaban por ese hilo de tanga roja que surcaba el culo de durazno.
Me di por vencido.
“Al diablo”, me dije “tengo mi comida”
Abrí la puerta corrediza y me fui sin saludar, aunque no lo suficientemente rápido como para no sentir la mirada despectiva que se clavaba en mi nuca.
Me prometí no volver allí, aunque sé por experiencia que es el único lugar abierto a esas horas de la noche. La promesa la confirmé cuando le quité el envoltorio al sándwich. Lo tomé entre mis manos e hice presión, más el desgraciado no se inmutó, no logré aplastarlo siquiera un milímetro, el pebete era del día anterior.
Mascullé entre dientes una afrenta a los dioses, cosa que no debí hacer porque se enfurecieron aún más, y en vez de apiadarse, obraron un milagro, a favor del tabernero, claro, porque hicieron desaparecer el queso que quedó reducido a una minúscula y desafiante feta del grosor de un papel de calcar.
Miré el sándwich con tristeza, y con las pocas ganas que me quedaban me lo llevé a la boca. El mordisco no fue suave como me hubiera gustado, sino que tuve que tironear como un gato sin dientes con un pedazo de bofe. Cuando por fin creí haber cortado el salame, noté que en realidad la feta de fiambre había salido entera, y que vergonzosamente me colgaba de los labios como un apéndice de mi lengua.
Luché estoicamente con mi cena, y salí vencido.
Pregúntenle al perro vagabundo que por casualidad pasó por allí. Estoy convencido que mañana lo volveré a ver, después de todo, para él, debe haber sido la mejor comida en años.
Ahora, sentado en el colectivo, y con el estómago rugiendo de hambre, lo único que se me ocurre es que la evolución, en mi caso, no es un avance sino un retroceso.
El hombre de las cavernas, venció con astucia al Homo Sapiens.


FIN

HERNÁN CERONI
01/06/2010